Diego A. Nieto Marcó

Diego A. Nieto Marcó

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El Desierto de los Tártaros
de Dino Buzzatti


Como amante de los libros (de lo contrario no estarías leyendo esto) alguna vez te habrás encontrado con uno que ya en la página 2 ó 3, si no en la 1, reconociste como él libro. De haber tenido esa suerte, al llegar a la última palabra y cerrarlo con pena y buscarle aún extasiado un lugar prominente entre tus otros libros, aunque no lo supieras estabas dándole entrada en tu biblioteca secreta, ésa oculta entre los volúmenes de la biblioteca mayor que crece a pesar de ti mismo.


Uno de esos libros, para mí, es El Desierto de los Tártaros. En realidad yo no lo encontré; me lo hizo encontrar el poeta Marcelo Ortale. Lo recomendaba con tanto entusiasmo en aquella cafetería de La Plata que no podías no leerlo. Y desde entonces ha estado allí, como cumpliendo su misión de completarme. De vez en cuando lo bajo del estante, donde está siguiendo a Bradbury y a Buchan, y voy por sus páginas con la misma emoción de la primera lectura. Incluso me he atrevido en italiano, con un diccionario al lado, claro.


De forma simple y lineal, Buzzatti nos cuenta la vida profesional de Giovanni Drogo, que acaba de graduarse de teniente en la Academia Militar. La narración arranca en un día clave en su vida, y justo antes del alba. (El momento, un hallazgo –oscuridad, penumbra, luz que progresa–, del que nos daremos cuenta con el transcurso de la narración). Moviéndose por la casa con el silencio de una sombra para no despertar a su madre, que como toda madre sí se despierta, Giovanni se prepara para abandonar su hogar y presentarse en la Fortaleza Bastiani, su primer destino. Lo embargan diversas emociones: los nervios de dejar atrás el mundo conocido, el dolor de separarse de su madre, la ilusión de una carrera brillante en la frontera.


El destino que lo esperaba no es, sin embargo, lo que él esperaba. Así que, casi al momento de llegar, querrá abandonarlo, pero el otro destino, el que a veces parece dirigir nuestras vidas, no está dispuesto a abandonarlo a él.


Quien haya conocido la vida militar, el cuartel, el tedio, ya puede imaginar la rutina que pronto envuelve a Giovanni: una rutina en la que en apariencia nada pasa, y sin embargo los acontecimientos se suceden unos a otros sin bandas que los anuncien ni aplausos que los celebren. Pero, sobre todo, pasa el tiempo.


El tiempo impregna las cosas, los hechos, los hombres, y esto nos lo recuerdan la gota obstinada del aljibe, el andar reglamentado de los centinelas, los cambios de guardia y sus contraseñas rigurosas, los pasos que suben las escaleras y recorren los pasillos, las voces y decisiones de los hombres; la luz, que no descansa. Y el desierto de los Tártaros.


El desierto se extiende frente a la fortaleza, adelante, como el futuro, y hacia él se dirigen las miradas de todos los hombres, que esperan que de sus fondos, adonde no llega la vista, surja algo que justifique no sólo su presencia allí, sino toda su vida.


El desierto de los Tártaros, el físico, es, en el fondo, tiempo. Precisamente el acierto de Buzzatti es haber logrado que el tiempo se convierta en espacio, y, hecho espacio, desierto, no sólo sea referible, sino visible y oteable, e incluso audible y tangible. Y el lector ve, siente, oye, el pasar de las horas, los días, los años.


Cuando llega el momento crucial de su vida, comprendemos que, con alguna que otra variante, el destino de Giovanni Drogo no es sólo su destino sino el de todos los hombres, y sientes, entonces, que tú eres uno de ellos.


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Autorretrato

Publicado en Autorretrato

Una concisa información biográfica debería bastar.

Como Diego Antonio Nieto Marcó (tilde en la “ó”, por favor) nací en el sur del mundo, donde emigraban los patos y terminaban las rutas aéreas, Buenos Aires, y también al sur del tiempo, allá por 1951. Estudié en esa ciudad y después en la Universidad de La Plata, y finalmente en la de Granada, España, sin omitir pasar también por la Complutense de Madrid.

Tuve la suerte, y no la única, de crecer entre dos idiomas, lo que me abrió las puertas de otros idiomas, lo que a su vez me abrió las puertas de diferentes literaturas y, sobre todo, las del viaje (del viaje no del turismo), que me dio a conocer el mundo por dentro, o sea a sus gentes y sus urbes y sus grandes espacios, esos grandes espacios deshabitados que terminan por habitar en lo más profundo de nosotros: la alta montaña, la selva, el desierto, alta mar.

Alguna vez pensé: “Lo mejor que he hecho es jugar al rugby y escalar montañas, porque lo efímero es lo único que permanece en nuestras vidas”. Porque sospecho que el que uno haya estudiado en un colegio inglés lleno de niños ingleses, o haya jugado en el mágico jardín de los abuelos con una oveja que se llamaba Margarita y unas exóticas aves zancudas (teros) que anunciaban la llegada de los extraños y la lluvia;

que uno haya vivido en esta ciudad o aquella otra, y en más de una aldea perdida y hasta haya estado en Tecka (¿quién iba a Tecka en los ’70, que apuntaba a pueblo fantasma?);

que uno haya pasado hambre (mucha y muchas veces) y haya hecho comestible lo incomible;

que uno se haya caído en una grieta y perdido en una selva de verdad, sin ovejas ni teros, sino mosquitos, tarántulas, serpientes; y esa lluvia;

que uno haya viajado en barco, burro, lancha, caballo, pick-up, avión, etc, (no en helicóptero, por suerte);

y que uno, por poner fin a esta enumeración, con el devenir de los años haya publicado algunas cosillas y que haya recibido algún premio;

son meros accidentes que conforman la vida de uno para uno, pero uno no es esos accidentes (lo efímero), uno es su pensamiento. Espero que el mío lo encuentres en esta página, y en esta sección.

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Detrás de la luz

Publicado en Poesía

 

DETRÁS DE LA LUZ


V


A Ricardo Ribas
(1946-2015)


Detrás de la luz, vas, luz tú mismo,
completando los lugares y las cosas que dejaste:
el árbol que a la siesta hacías árbol de Tarzan;
la flecha certera del arco que tensaban
tus propias manos, los fuegos y cuentos
que alargaban las noches de verano;
la casa de madera que fundaste
junto al limonero y fue oficina
del sheriff, banco, guarida, club secreto;
la mesa ya tajeada en la que abrías
ranas y sapos y alguna culebra,
sólo por ver cómo eran;
y las moscas, las avispas, los zánganos
que guardabas en frascos intocables
observando;
y la mochila, la tienda, las botas
de adolescente andariego;
y los perros y gatos que curaste,
y las casas de vecinos que atendiste a medianoche,
y el hospital y sus pasillos urgentes,
y el quirófano de luces chatas donde un rostro
anónimo te cedía su esperanza.
Y tu calle, siempre tu calle, esa magia
en vos concentrada.
Ya no estás. Y aún así, sabemos,
habitas los lugares que habitaste
pero detrás de la luz.


(de Después del Sur)

IX

 

LAS COSAS

                                                                             A los que habitan en mí 

Parece que las cosas que un día fueron tuyas, a veces

al tocarlas tiemblan

como si quisieran renacer

o jamás, contigo, hubiesen muerto,

y esperan tu mano.

 

Porque sólo para nosotros has muerto, sólo para nosotros

has entregado tu vida a esa otra vida

que no abarcamos.

 

¿Dónde andarás,

que ya no completas el aire?

¿Dónde andarás,

que ya no estás en las horas?

 

Vives como se dice en el recuerdo y vivirás

mientras alguien aun sin querer te evoque               

en esos momentos de magia en que el mundo

se hace silencio y se detiene y tú apareces.

 

Y aún después del último

aliento de ese último

recuerdo que te lleva

estarán las cosas que fueron tuyas

y te esperan.

 

                                                                                              (de Después del sur)

 


XXIII


Sagrados
son los muertos
como el alba,
el alba sin sonido
que emerge irrevocable
tras la ventana oscurecida
que despierta la mañana como el aire
que nos envuelve con sus brazos
intangibles como la música encendida
clave silente que se escurre sin tempo
entre las manos fugaces
eternas
como el alba.


(de Desde el Alba)

 

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Entre libros y recuerdos

Publicado en Aquellos libros

 A veces, (a ti también te habrá pasado) al dejar vagar el pensamiento, se nos aparece un recuerdo cuyo origen ignoramos; se entretiene un rato con nosotros, desafía nuestra memoria mostrándonos incluso sus más mínimos detalles y sin que nos demos cuenta se desvanece en otro recuerdo, quizás más atractivo, feliz, pero, sobre todo, reconocible.


A mí me ha estado siguiendo uno de esos recuerdos. Es un claro en un bosque y es otoño; en el centro, un estanque de piedra. Entra un quinceañero de americana azul; podría ser yo mismo de colegial. Duda y observa. Da unas vueltas al estanque de aguas y hojas corrompidas y se sienta en el borde a contemplar la tarde. Pero no sé qué recuerdo, no sé de dónde viene esa imagen, ni quién es el personaje. La repetición exacta, y la no asociación con nada que conozca, me ha hecho creer que se trata de una novela.


Otras, el recuerdo se deja identificar al instante: la ruinosa mansión de piedra en el anochecer de Escocia; los murciélagos que salen de las ventanas sin vidrio; el joven que aporrea y patea la puerta a la que nadie acude. Y sé que es David Balfour de Shaws que llama a la vivienda de su tío, y revivo su miedo, su desesperación.


En la mañana brillante la campana de la iglesia ha dado las ocho. Ángel se detiene en la cumbre de la colina: la ciudad se extiende a sus pies; y en ella, el edificio de ladrillo, grande y rojo; y el mástil, y ya izada la bandera negra: el verdugo ha completado su trabajo. Ángel se arrodilla, junto a su cuñada, como para rezar. Yo lo juzgo, una y otra vez: sé que es culpable del destino de Tess Durbeyfield.


A lo lejos y en lo alto, entre dos laderas rocosas, diminuta brilla la fortaleza. El jinete detiene su caballo y la observa; traga saliva: es su primer destino. Yo también la veo allá arriba, pequeña y blanca; yo también siento la inquietud del Teniente Giovanni Drogo.


Como lector que eres, ya habrás notado que la ficción se hace parte de nosotros y nos permite vivir otras vidas, que se convierten en parte de las nuestras. El claro y el estanque terquean, no quieren darse a conocer; seguramente el día menos esperado los encuentre en alguna novela inolvidable.


Es el misterioso don de la literatura: poder convertir una escena no vivida, un rostro nunca visto, un verso, en un recuerdo propio, en una emoción perdurable.


 

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